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Ángel Ibáñez, un maño héroe en su tierra por un díaÁngel Ibañez Lahoz nació en Bárboles de Jalón, pequeña localidad rural a unos 30 kilómetros de Zaragoza capital, el 3 de enero de 1939. Años muy duros para vivir, para respirar, para comer, para todo lo que fuera un modo de vida mínimamente digno. Con 20 años se traslada con su madre a la costa de Tarragona (Torredembarra), donde vive una hermana, como albañil. Compagina el oficio con la bicicleta a la que saca unos duros en las carreras los domingos. Le gusta el ciclismo y entrena con asiduidad, robando horas a los horarios limítrofes con la noche. Enseguida destaca como corredor completo y los mejores equipos del campo aficionado se fijan en él. Consigue proclamarse campeón de Cataluña tanto de fondo como de montaña, se adjudica en dos ocasiones la Volta a l’Ampordá. Como independiente compartió en aquella desaparecida categoría intermedia, que sería equiparable a lo que hoy denominamos continental, alguna carrera con los profesionales y llegó participar el Tour del Porvenir de 1965 con las máximas promesas del ciclismo mundial, donde contribuyó al triunfo de su compañero Mariano Díaz. Tras el eterno peregrinaje de cinco años por la categoría de independientes consigue al fin la licencia profesional en 1966, con 27 años cumplidos, gracias al equipo mediterráneo por antonomasia, el Ferrys. Ferrys afrontaba la Vuelta a España de 1967 con una extraña sensación. El principal estandarte del equipo durante años, su santo y seña, se había fugado al bando enemigo. Pérez Francés se había pasado a Kas y los fucsias de Antonio Ferraz no tenían un hombre claro para disputar la ronda. Los rodadores hermanos Manzaneque y el escalador Castelló podían darles triunfos parciales, al igual que el corpulento velocista Ramón Sáez. Fue este último quien relajó los ánimos del equipo al llevarse dos etapas consecutivas durante la primera semana, lo que dejaba bastante libertad a los componentes de Ferrys, sin la carga de tener que estar muy vigilados, ya que el mejor colocado en la general era José Antonio Pontón en un noveno puesto con pocas posibilidades de mejorarlo. Desde Lleida hasta Zaragoza eran 190 kilómetros con dificultades no tanto orográficas como lo que el viento podía suponer sobre tramos de pavimento estrechos y ásperos. Es por lo que la etapa comienza muy movida, con un protagonismo importante de gente importante para la general. Llevamos unos pocos minutos de jornada cuando ángel Ibáñez lo intenta en el km. 12; consigue unos metros pero no acaba de despegarse. Por detrás pretenden seguir su estela hombres como Jan Janssen, De Rosso, Echeverría o Perurena; palabras mayores. Para el km. 20 ya ha tomado un minuto de ventaja y parece que la cosa se calma en el pelotón. Pero Ibánez, que conoce el itinerario como nadie, sabe que aquello no va a ser coser y cantar. Al de unos kilómetros comienza a soplar el cierzo del Moncayo. Quien haya sufrido sus efectos sabe que no es un viento como los demás, que su fuerza es mayúscula y que te puede dejar clavado literalmente en la carretera. Ángel se mueve nervioso sobre el sillín, se defiende como puede del viento lateral pero va muy animado al saber que su ventaja va en aumento continuo hasta que en el km .96 llega al punto álgido, 15:30 sobre un pelotón que parece le ha concedido la bula de paisanaje. En realidad, la clasificación del Ibáñez en la general no preocupa a nadie, es el 50º a poco más de media hora del sorpresivo líder Ducasse. El desgaste es continuo y la renta comienza a descender. A 50 km. de la meta de Zaragoza se que en la mitad, 12 minutos. Y ahora sí que los de atrás comienzan a acelerar. El fugado del día viene perdiendo un minuto por cada cinco kilómetros en el último tramo del día. Lo va a tener muy crudo. Es algo muy habitual en el ciclismo la caza de héroe a pocos metros de meta, demasiado habitual que la frescura del pelotón haga cumplir sus cálculos matemáticos. Muy bien lo sabe nuestro protagonista, que días antes ha perdido tontamente la Bicicleta Eibarresa en los últimos kilómetros de un circuito urbano. Pero cuando restan 15 km. Ángel mantiene 5 minutos. Su triunfo es casi seguro, cuando nuevamente los gallos comienzan a atacarse. Ahora son diez de los buenos de los que tiran tres Fagor para aumentar la exigua ventaja que mantienen sobre Kas en la clasificación por equipos. Vienen como balas y a Ibáñez le queda muy poca gasolina. Mejor no pensarlo y darlo todo porque el vértigo de pensar en lo que le espera podría paralizar a Ibáñez. La cabeza le funciona, no se le ha olvidado comer. Por una vez, la suerte se alía con él y el viento ahora sopla de culo. Tiene las torres del Pilar a la vista, allí mismo está la meta, en la explanada del al basílica. Y Ángel llega con 2:30 sobre los diez galgos que ya solo aspiran a los 20 segundos de bonificación para el segundo clasificado del día. Todos los esfuerzos, las privaciones, los sinsabores y pinchazos de tubular y de piernas, todo quedaba olvidado por aquel paseíllo hacia el podio. La afición maña le tocaba, le abrazaba, quería su gorra, su maillot, su ponchera, querían todos mojarse con las gotas de sudor del ídolo, ídolo por un día, entre gritos y empujones. Ángel Ibáñez lo había conseguido, ya era alguien. Los del pueblo, orgullosísimos de serlo. Sonrisas y lágrimas, banda Westinghouse, beso y a soñar a la cama. Clasificación 13ª etapa Lleida-Zaragoza, 190 km., 9 de mayo de 1967 Clasificación General Max Bulla
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